Luz antigua. De reverbero de farol de gas. De quinqués en los salones que dan a estos cierros. De candiles de aceite en las cocinas que se asoman a estos ocultos patinillos de verdina. De pronto, en la calle Miguel del Cid se hace el silencio. ¿En qué tiempo estás? ¿En qué hora? En el tiempo de siempre. A la hora exacta del corazón de la memoria y de la memoria del corazón. Avanza la vieja y dorada cruz de guía, la de los instrumentos de martirio de la Pasión, la que tú conoces tan bien de tantas madrugadas, la de la luz de aquel farol que aún te alumbra. Vienen los hermanos. Viejas medallas con el cordón morado. Las medallas que tantas madrugadas ocultó un antifaz por la calle Francos, por la plaza del Salvador, por Cuna en el parón de los Gitanos, cuando la noche había echado a freír en el perol de los puestos de calentitos la nazarena pescadilla que se mordía la cola por donde La Veneciana sacaba sus mejores espejos para que se reflejara el verdadero rostro moreno de Cristo.
Viene la hermandad. Los señores de la hermandad del Señor. Las señoras del Señor, con su medalla al pecho, colgada de una planchadísima y ancha cinta morada. La Sevilla señorial del viejo dicho, la de los hidalgos que ocultaban su ruina tras una ejecutoria guardada en estas salas de la planta baja, tan húmedas, con su zócalo de azulejos y su estrado isabelino: «De La Magdalena a San Vicente, se come solamente».
Cera color tiniebla. Caras que nunca viste, ocultas por el antifaz, pero que adivinaste tantas madrugadas por Castelar y Molviedro, ahora serias, inexpresivas. Tan de cera, tan tiniebla como el cirio que portan. Ni una palabra. Acaso, un gesto de saludo, una iniciática señal con los ojos, más cerca del «in ictu oculi» mañaresco que de la pompa y vanidad de saberse siervo del Señor. ¿Cuántas madrugadas están pasando ante ti en el andar trabajoso de estos viejos hermanos, los que salieron con el Señor de San Lorenzo, los que lo acompañaron de niños cuando fue a la Catedral porque había terminado la guerra, y marchaban tras Él todos los velos de blonda de todas las madres de todos los soldados que habían vuelto vivos de todos los frentes, y los mantones de luto, ay, de las que parieron a los muchachos que se fueron a Teruel o al Ebro y nunca volvieron? Ves las caras de estos hermanos y adivinas una vieja cofradía de San Lorenzo más cercana entonces de Fray Diego de Cádiz que de la nueva basílica.
Y en esto, como en un sueño, entre el incienso del silencio o el silencio del incienso, aparece por la esquina de Baños el mismísimo Gran Poder de Dios. Viene el Señor del convento de las Capuchinas, como el padre que se ha ido a vivir con una hija mientras le estaban haciendo obras en su casa. Padre de la Creación. Padre de la noche y del silencio de Sevilla. Padre de este viejo barrio de consultas de médicos, de bufetes de abogados, de habilitados de clases pasivas. Lo traen los hermanos sobre unas andas. No trae Jesús el paso acompasado, como torero, de pata alante, con que va hacia el monte Calvario todas las madrugadas, sobre el racheo de las alpargatas de los costaleros. No se oye más racheo que el latir de los corazones. Las lágrimas de emoción no rachean el paso.
El Señor viene sin su zancada. ¡Qué señor viene el Señor por el barrio de los señores! En su hieratismo, más sagrado que nunca. No se le mueve una espina de la corona de la sierpe. Ves su túnica bordada, tan estática, con tanta sensación de pesantez, y evocas de golpe todas las viejas estampas, todos los grabados de las salas y alcobas, todos los cuadros de todas las cabeceras de todas las camas. El Señor viene de grabado antiguo. De cuadro de casa de tu familia. Avanza, pero no anda, porque esta noche en que lo ves en la calle Miguel Cid, o en las barreduelas de tu memoria, es el mismísimo Gran Poder ante el que rezó tu padre, ante el que rezó tu abuela, ante el que rezó la sangre que se te pierde en el tiempo. El Gran Poder de los cuadros, con su vieja túnica bordada.
La otra noche, en la calle Miguel del Cid, yo vi andar al mismísimo Gran Poder que de niño tenía en el cuadro de la cabecera de mi cama. El Señor, tan señor con esa túnica, había salido del cuadro que estaba en todas las casas y en todos los corrales de Sevilla.
Artículo de Antonio Burgos
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