“mi suerte es tu destino…”
Su aroma, mi Señora, hace presentir a mis sentidos una locura de revoluciones que dependen del sol que usted mantenga en sus ojos, para encontrar el caminar por el cual divagar por su cuerpo. Por ello y por muchas cuestiones más, paseo acompañada por mi alma moribunda por cada rincón de mi ciudad, la cual contiene historia y sabiduría.
Y comenzando mi sueño por sus calles, su silueta, aprecio a lo lejos la Giralda, mi Giralda, o suya… filigrana fantasía que emana de la originalidad árabe. Ella es quien representa el encanto humano de la ciudad, es como un ángel de la guarda que, con solera, despierta solemnemente a la Catedral con sus juguetonas campanas. ¿O es usted mi señora a la que tengo endiosada? O tal vez no… quizás.
No se si debo confesarle sus recuerdos, su historia, su vida… Con ello, marcaría de alguna manera su edad, algo que no le hará mucha gracia. Aunque si hiciera algún gesto para complacerme, tal vez bajaría mis ojos y mi voz y seguiría alabando su persona. Sus calles, su cabello, su brisa, su cielo…
Ya he llegado al Alcázar, mientras observo esa muralla que te rodea me veo inmersa en la evocación de aquel tiempo pasado de la Roma capitolina. Y casi sin quererlo, me adentro en el delicioso barrio de Santa Cruz. ¡Ay! Es como un país de ensueño, como el alma de Sevilla. Su corazón. La atmósfera, hechizante, queda embriagada de día y durante la noche atañe al perfume de sus visitantes, su familia, sus amigos…
¡Y esas calles de Sevilla! Su trazado, sus fachadas, sus jardines. Cubriendo el aire con el aroma de su gente, de ese humilde azahar que hace que se congele el tiempo, el espacio. ¿Y el atardecer?... cuando se diluye el reflejo de las pestañas en el río… Y llega la noche, y el rumor del silencio renueva el amor de aquellos ojos cautivos que rondan las callejuelas, las esquinas, hasta llegar a la plaza de Doña Elvira, lugar donde los ojos encuentran el amor eterno.
Ahora, mi Señora, no se cómo decirle en qué momento se encuentra usted más hermosa. En primavera, con los naranjos vestidos de blanco o con las palomas como si fueran de fiesta… Y es que, en esta época, el bullicio de la gente irrumpe el silencio de la hora de la siesta, del calor. Pero no el de su cuerpo al estremecerse con el mío, sino el de su gente, o la mía… según se mire.
¡Qué cantidad de historias tiene usted en su mente, su cielo! Las dos torres de la Plaza de España, nacidas ya en otros siglos pasados, en aquella Exposición en la que nuestros abuelos lucieron sus mejores galas.
Y mi Señora y sus fiestas…los toros, donde se funden el suspiro de la vida con el coqueteo de la muerte. Y el fervor por la Semana Santa, su delirio y resplandor, siendo la ciudad engalanada para apreciar, con emoción, al Cristo de Sevilla en la Campana. Con su caminar deja el aliento clavado en los corazones de todos los que allí se encomiendan a su cruz. Toda Sevilla ayuda al Señor del Gran Poder a ponerse la corona de espinas para rezarle sin tener en cuenta el acongojo de nuestras almas y la respiración del aire. En cada pupila se refleja el añejo y galante barrio de San Lorenzo en el que reside y en el que cada viernes su pueblo le dona un beso como si fuese su camino para llegar al cielo. Y la emoción y la alegría llegan cuando la Virgen de La Macarena, esplendorosa, deja atrás su barrio y se aproxima a sus fieles con la sonrisa y el encanto reflejado en sus labios, mientras que su monumental arco espera, ansioso, el regreso de su princesa por la mañana. Igualmente, con la misma intensidad y emoción ocurre con la Virgen de La Esperanza, que juguetea en su paso para hacer más corta la espera de llegar hacia usted. Viene, graciosa, desde el barrio de Triana, desde su brazo, asomando el ancla para verse reflejada en los escaparates de la histórica calle Sierpes. Realmente (entre usted y yo) viene a exhibirse al otro lado del río, atravesando el puente con sones de deslumbramiento.
¡Qué más se le puede pedir a una gran señora, como es usted! Pues tiene la Feria, el Corpus, la Virgen de los Reyes (la patrona de la ciudad, su vida, su madre). Ése inigualable rostro representado en los sueños de San Fernando (su patrón, su padre…)
Además posee una arteria vital. Su río, que a veces, da la impresión de que sus aguas se adentran en la tierra, imantadas por su belleza.
¡Ah! No quisiera olvidarme de la Iglesia del Divino Salvador, por mero capricho. Se alza, majestuosa, en la plaza de su mismo nombre a quien acompaña, solitario, sentado en el sillón del olvido Juan Martínez Montañés. Gran escultor que ha dejado huella en usted. ¿No sería algún pretendiente… o fue algo más? Me lo tendrá que confesar en alguna ocasión.
Ciertamente, no me cabe la menor duda que una señora como usted encandila a todo aquél que la ronda. Por ello, osada mi persona, me atrevo a confesarle un gozo de mis pensamientos:
Artículo de Rocío Varela
Y comenzando mi sueño por sus calles, su silueta, aprecio a lo lejos la Giralda, mi Giralda, o suya… filigrana fantasía que emana de la originalidad árabe. Ella es quien representa el encanto humano de la ciudad, es como un ángel de la guarda que, con solera, despierta solemnemente a la Catedral con sus juguetonas campanas. ¿O es usted mi señora a la que tengo endiosada? O tal vez no… quizás.
No se si debo confesarle sus recuerdos, su historia, su vida… Con ello, marcaría de alguna manera su edad, algo que no le hará mucha gracia. Aunque si hiciera algún gesto para complacerme, tal vez bajaría mis ojos y mi voz y seguiría alabando su persona. Sus calles, su cabello, su brisa, su cielo…
Ya he llegado al Alcázar, mientras observo esa muralla que te rodea me veo inmersa en la evocación de aquel tiempo pasado de la Roma capitolina. Y casi sin quererlo, me adentro en el delicioso barrio de Santa Cruz. ¡Ay! Es como un país de ensueño, como el alma de Sevilla. Su corazón. La atmósfera, hechizante, queda embriagada de día y durante la noche atañe al perfume de sus visitantes, su familia, sus amigos…
¡Y esas calles de Sevilla! Su trazado, sus fachadas, sus jardines. Cubriendo el aire con el aroma de su gente, de ese humilde azahar que hace que se congele el tiempo, el espacio. ¿Y el atardecer?... cuando se diluye el reflejo de las pestañas en el río… Y llega la noche, y el rumor del silencio renueva el amor de aquellos ojos cautivos que rondan las callejuelas, las esquinas, hasta llegar a la plaza de Doña Elvira, lugar donde los ojos encuentran el amor eterno.
Ahora, mi Señora, no se cómo decirle en qué momento se encuentra usted más hermosa. En primavera, con los naranjos vestidos de blanco o con las palomas como si fueran de fiesta… Y es que, en esta época, el bullicio de la gente irrumpe el silencio de la hora de la siesta, del calor. Pero no el de su cuerpo al estremecerse con el mío, sino el de su gente, o la mía… según se mire.
¡Qué cantidad de historias tiene usted en su mente, su cielo! Las dos torres de la Plaza de España, nacidas ya en otros siglos pasados, en aquella Exposición en la que nuestros abuelos lucieron sus mejores galas.
Y mi Señora y sus fiestas…los toros, donde se funden el suspiro de la vida con el coqueteo de la muerte. Y el fervor por la Semana Santa, su delirio y resplandor, siendo la ciudad engalanada para apreciar, con emoción, al Cristo de Sevilla en la Campana. Con su caminar deja el aliento clavado en los corazones de todos los que allí se encomiendan a su cruz. Toda Sevilla ayuda al Señor del Gran Poder a ponerse la corona de espinas para rezarle sin tener en cuenta el acongojo de nuestras almas y la respiración del aire. En cada pupila se refleja el añejo y galante barrio de San Lorenzo en el que reside y en el que cada viernes su pueblo le dona un beso como si fuese su camino para llegar al cielo. Y la emoción y la alegría llegan cuando la Virgen de La Macarena, esplendorosa, deja atrás su barrio y se aproxima a sus fieles con la sonrisa y el encanto reflejado en sus labios, mientras que su monumental arco espera, ansioso, el regreso de su princesa por la mañana. Igualmente, con la misma intensidad y emoción ocurre con la Virgen de La Esperanza, que juguetea en su paso para hacer más corta la espera de llegar hacia usted. Viene, graciosa, desde el barrio de Triana, desde su brazo, asomando el ancla para verse reflejada en los escaparates de la histórica calle Sierpes. Realmente (entre usted y yo) viene a exhibirse al otro lado del río, atravesando el puente con sones de deslumbramiento.
¡Qué más se le puede pedir a una gran señora, como es usted! Pues tiene la Feria, el Corpus, la Virgen de los Reyes (la patrona de la ciudad, su vida, su madre). Ése inigualable rostro representado en los sueños de San Fernando (su patrón, su padre…)
Además posee una arteria vital. Su río, que a veces, da la impresión de que sus aguas se adentran en la tierra, imantadas por su belleza.
¡Ah! No quisiera olvidarme de la Iglesia del Divino Salvador, por mero capricho. Se alza, majestuosa, en la plaza de su mismo nombre a quien acompaña, solitario, sentado en el sillón del olvido Juan Martínez Montañés. Gran escultor que ha dejado huella en usted. ¿No sería algún pretendiente… o fue algo más? Me lo tendrá que confesar en alguna ocasión.
Ciertamente, no me cabe la menor duda que una señora como usted encandila a todo aquél que la ronda. Por ello, osada mi persona, me atrevo a confesarle un gozo de mis pensamientos:
¿Es usted mi ciudad o mi madre?
¿Es mi disfrute o sólo mi sangre?
O es que me tiene en un sueño
Y no recuerdo, al despertarme,
Si es mi madre la que toca mi puerta
O es usted la que por mi ventana, con su sol, me despierta.
¿Es mi disfrute o sólo mi sangre?
O es que me tiene en un sueño
Y no recuerdo, al despertarme,
Si es mi madre la que toca mi puerta
O es usted la que por mi ventana, con su sol, me despierta.
Artículo de Rocío Varela
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